domingo, 3 de marzo de 2013

La locura en el Fedro



La locura en el Fedro
Cuenta la leyenda que la noche antes de conocer a Platón, el gran Sócrates soñó que un gran cisne blanco se posaba sobre su regazo, y tras unos momentos echaba a volar de nuevo. No cabe duda de que el cisne en la leyenda onírica es Platón, y que como toda leyenda que se precie existe un claro componente profético. Sócrates cambió para siempre la vida del joven Platón, que como buen aristócrata iba encaminado hacia la política y las leyes, y que tras conocerlo se convirtió en el más fiel y brillante de sus discípulos.
Sócrates está omnipresente en la extensa obra platónica, es su principal personaje, el centro alrededor del cual giran todos los diálogos. No obstante, no son una misma persona y si Sócrates inició el camino, fue Platón quien lo completó. Sócrates hizo descender la filosofía del cielo a la polis, de la naturaleza al hombre, del mito al logos. Es el más racional de los filósofos, dedica su vida entera a la filosofía en un existir peripatético por las calles de Atenas, dialogando con todo aquel que estuviese dispuesto a ello. Entiende la filosofía como la búsqueda compartida de la verdad, una verdad a la que se puede acceder a través de la razón, pero a la que sin embargo nunca llega, pues el filósofo es ese ser intermedio entre la ignorancia y la sabiduría; la ignorancia de quien cree saberlo todo y la sabiduría que está reservada a los dioses. La filosofía es un camino, un movimiento, un daimón que oscila entre la realidad terrenal y la celeste.
Hablemos de límites. Toda la filosofía encuentra cabida en los límites del ser humano, en todo aquello que no puede saber. No podemos pues acceder a la verdad, podemos intuirla, dedicar nuestras vidas a acercarnos a ella, andar el camino. A lo largo del camino debemos tomar decisiones para así poder ir construyendo piedra a piedra nuestra concepción del mundo y de la vida. No podemos saber exactamente qué pensaba Platón, pero sí que podemos crear un personaje en nuestras mentes real y vivo, que desde la antigüedad sea nuestro maestro.
Mi Platón fue un hombre coherente y consecuente, que echó a volar desde el regazo de Sócrates para no volver a descender nunca en toda su larga vida. Fue un hombre que no se cansó nunca de pensar ni de aprender, y que fue capaz de no sentirse atado por lo que había escrito ni enseñado, sino que avanzó en su pensamiento y en su concepción de los grandes temas de su filosofía. Lo más bello de leer a Platón es justamente esto, entender el desarrollo de su pensamiento y como partiendo de Sócrates poco a poco se va alejando del maestro a quien amó.
Es por eso que para tratar la locura y el amor en el Fedro debemos volver la vista atrás y tener en cuenta por lo menos cuatro diálogos más: Ion, Lisis, Fedón y el Banquete. Veremos, que el desarrollo del pensamiento platónico no es aleatorio, sino que en cada uno de estos diálogos están ya los capullos que más adelante florecerán en los otros, para por fin, llegar al Fedro, diálogo en el que se culmina el florecimiento, en el que su pensamiento adquiere su máximo esplendor.
La concepción socrática del alma como prisionera del cuerpo destierra a la pasión de la misma. La pasión es algo carnal, deseos mundanos que obstaculizan el camino del filósofo hacia la verdad. En el Fedón, en parte por consolar a sus jóvenes discípulos, y sobre todo porque en realidad lo creía, Sócrates no teme a la muerte, sino que más bien la recibe con agrado, y es que la muerte por fin liberará a su alma de la prisión en la que lleva encarcelada toda su vida. El diálogo ensalza la parte más humana del hombre, la que nos separa de los animales, la razón.
Cuando Platón escribe el Banquete, ya queda lejos la muerte de Sócrates, ya no es aquel joven discípulo suyo, se ha convertido en un maestro que tiene sus propios discípulos, ha viajado, y ha conocido muchas y diversas influencias, entre las que destaca la de los pitagóricos. Cierto es que el Fedón, es también un diálogo de madurez, escrito no mucho antes que el Banquete, pero trata sobre la muerte de Sócrates, y por ello, en él, Platón es mucho más fiel al pensamiento de su maestro. El Banquete está envuelto de pasión, representada por el dios Dionisos. Se juntan para celebrar la victoria de Agatón en las Dionisíacas, ha vencido con una tragedia, arte encomendado a Dionisos. Se juntan no para comer, como la traducción al castellano indica, sino que para beber vino y dialogar bajo su influencia, bebida que de nuevo Dionisos regaló a los hombres y que induce a la verdad. Deciden discutir sobre Eros, cada uno de los presentes entonará un discurso y Dionisos proclamará al vencedor, esta vez no a través de la tragedia, sino del vino. Por lo tanto encontramos que la pasión envuelve todo el diálogo, es el escenario en el que se desarrollan los acontecimientos. No obstante, Platón, en boca de Sócrates hace un último esfuerzo por la racionalidad, expulsando a los músicos, que no en vano, tocaban flautas.
Comienzan a proclamar sus discursos y por fin le llega el turno a Sócrates, que en un giro literario absolutamente genial decide entonar un discurso no propio, sino de Diotima, una mujer, dado que quien mejor puede hablar del amor es una mujer. El discurso de Diotima es maravilloso, y ha tenido eco en los dos mil quinientos años que nos separan desde que Platón lo escribió. Eros es un daimón, y a través suyo ascendemos paso a paso hasta la verdadera belleza, la belleza eterna. Es el ascenso erótico a la belleza. Sin embargo, es un discurso frío y exento de toda pasión, en el que se intelectualiza al amor y en el que el ascenso comienza por el amor entre dos seres humanos y en su camino a la belleza pasa por las leyes. Al terminar el discurso todos dan por vencedor a Sócrates, pero entonces, repentinamente, irrumpe Alcibíades absolutamente ebrio, y proclama un discurso que el vino impregna de verdad. Mucho se ha escrito sobre el porqué de esta irrupción del joven Alcibíades tras el sublime discurso de Sócrates. De por qué se pronuncia el último. Platón era un escritor meticuloso, y el desarrollo de sus diálogos siempre respondía a claras intenciones o inquietudes, no podemos saber si lo hacía de forma más o menos consciente, pero desde luego, a pesar de que muchos desembocasen en aporía, siempre tienen una cualidad circular. Veo en el Banquete un anticipo de lo que vendrá en el Fedro. Platón hace un esfuerzo en nombre de Sócrates por ser racional, por discutir sin las distracciones de la pasión que todo lo envuelve, sin embargo, al final, la pasión, encarnada en el ebrio Alcibíades lo impregna todo.
Llegamos ahora al bien amado Fedro, el más bello y humano de todos los diálogos, el que cierra el círculo, es decir, algo que no tiene ni principio ni fin, del pensamiento de un gran hombre que dedicó su longeva vida a pensar.
Desde un principio el lector intuye que es un diálogo diferente, al encontrarse a Fedro, el racional Sócrates se describe a sí mismo como maniático, loco, en un claro adelanto de lo que está por venir. Entonces sucede un hecho sin precedentes, Sócrates sale de Atenas, fuera de las murallas, a pasear con Fedro por la naturaleza y encontrar un buen rincón en el que sentarse a dialogar. El mismo Sócrates que bajo la filosofía del cielo a la polis, sale de ésta. El cisne por fin echa a volar, se separa definitivamente del regazo de su maestro, y Platón, encarnado en el Sócrates más literario se atreve con lo desconocido, sigue hablando en boca de su maestro, pero ya no lo imita, lo emula. Se dispone a explorar el hombre animal, pasional, irracional, loco; y qué mejor lugar hay para ello que la naturaleza, fuera de los muros de la polis. Al salir nos encontramos al Platón más poeta, recreándose en una hermosísima descripción sensual de su entorno, los olores, el rio por el que caminan que mana fresco desde la eternidad, las flores, el enorme plátano bajo el que se sentarán a dialogar. Platón es consciente de la trascendencia del paso que ha dado, y en unas viejas estatuas incluye a la divinidad en la poética descripción. A todo ello Fedro responde asombrado que Sócrates se le aparece como un hombre extrañísimo. Es un nuevo Sócrates.
A continuación leen el discurso de Lisias, el mejor logógrafo de la época. El discurso insta a evitar la compañía del amante, dado que sufre de una enfermedad, está loco y no es capaz de actuar como ser racional. Es un discurso que bien podría encontrar apoyo en el Lisis que jerarquiza la philia, por encima de Eros, dado que es un amor, que no provoca la locura. El discurso es tachado de mediocre por Sócrates en cuanto a su calidad retórica. El joven Fedro, dolido por las observaciones de Sócrates le insta a hacer uno mejor. En este punto, Platón en clara oposición a los sofistas, decide jugar con sus reglas, y elaborar un discurso en la misma línea argumentativa del de Lisias, pero mucho mejor estructurado, demostrando así su maestría en la retórica, a la que sin embargo rechaza por tratarse de convencer independientemente de la verdad. En este punto el amor de Platón por su maestro brilla tras las líneas de su obra, y a forma de disculpa con él, le hace taparse la cara para proclamar su discurso. Al terminar, arrepentido Sócrates se quiere marchar, ha injuriado a Eros, hijo de Afrodita, y por lo tanto un dios. En lugar de marcharse decide entonar una palinodia, esta vez a cara descubierta, una rectificación poética de lo que se ha dicho, en el discurso anterior, y tal vez, en todo su pensamiento que hasta ese instante le ha llevado.
Acaso es nociva la locura, la demencia, la manía. No, la manía es un don divino que los dioses otorgan. Distingue entre cuatro tipos de manías, de locuras divinas. La mántica, la iniciática, la poética y la amorosa. De las cuatro vamos a centrarnos en las dos últimas.
Ya en el Ion, Socrates describe la poesía como una inspiración divina, una locura incitada por los dioses, con el mito de la piedra magnética. La piedra magnética atrae los anillos de hierro, pero no sólo a éstos sino que éstos a su vez atraen a otros. Lo mismo pasa con las musas que atraen a los inspirados y entusiasmados poetas, que luego transmiten con su poesía el canto de las musas a las gentes. La palabra clave en este contexto es entusiasmado, que quiere decir invadidos por la inspiración divina. En el Fedro va un paso más allá, llamándolo manía, locura. La locura viene de las musas e invade las almas puras e impecables, y tan sólo la poesía creada en ese estado permanecerá y enseñará a las generaciones venideras. Al estar el poeta invadido por la locura de las musas está invadido por algo divino y eterno, y por lo tanto divina y eterna será su obra.
Lo mismo pasa con el amor, con Eros, es una locura divina que nos envían los dioses para nuestro beneficio. Por fin Platón incluye a la pasión en el alma y no sólo en el cuerpo. La pasión se encarna en el mito en los dos caballos, el blanco y dócil, que representa las pasiones buenas del alma, y el negro y díscolo que representa los apetitos, las pasiones del cuerpo. Momentos antes se ha descrito al alma como movimiento, autokinesis, algo que tiene movimiento por sí mismo, y en el mito del auriga, los caballos son los que tiran del carro, dominados y domados por el auriga, que representa la razón. La razón sigue jugando un papel fundamental en la visión del Platón filósofo, pero son los caballos, los causantes del movimiento, esencia del alma. Así el Platón más poeta da un peso y una importancia nueva en su antropología a las pasiones. El alma no está encerrada en el cuerpo, si no que ha perdido las alas que le permiten volar por el firmamento, observando la eterna belleza, el bien, la verdad. El alma ha caído, pero debe volver a elevarse. Las alas que se lo permitirán son Eros. De nuevo, como en el Banquete, asistimos a un ascenso erótico a la belleza, sólo que esta vez no es frío e intelectual, no está ensuciado por gélidas palabras como leyes. No, está vez es ardiente y pasional, divino, maniático, eterno.
Sócrates inició el camino, pero su discurso acabó inevitablemente en aporía. La razón es un arma indispensable en el ejercicio filosófico, pero ni es la única, ni es suficiente para llegar a la verdad. El alma no es sólo razón, es también pasión, es lo que de divino tiene el hombre y por tanto lo que puede ser poseído por la divinidad. Un hombre puramente racional es un hombre inacabado, insulso. Son la pasión y la locura las que permiten al hombre escapar de la cárcel del cuerpo, divinizarse, trascender, cantar lo eterno, amar.
El amor, ese término tan difundido en nuestros días y tan explotado, tan malentendido, tan machacado, tan subyugado. El amor, esas alas que nos elevan hacia la eternidad, es el combustible de todo aquello que siendo, trasciende. El amor, esa locura irracional y pasional que debemos aprender a domar, para poder impregnar de ello absolutamente todo lo que hacemos, decimos; escribimos.
Amo a los locos, a la gente poseída y extraordinaria que en el caudaloso rio de la historia ha sabido navegar corriente a favor y a contracorriente. Esas almas impecables y puras que a través de la fe han sabido escuchar el canto eterno de las musas y reproducirlo. Esos valientes que han desafiado la homogeneidad de los hombres perpetuándose en la memoria y elevando aún más al ser humano, el más divino de todos los seres. Esos daimones poseídos que ayer, hoy, y mañana, nos muestran el camino.
Es medio día, la mañana ha sido gris y lluviosa. Sin embargo ahora sale el sol. Desde mi séptimo piso en la avenida Campoamor, miro por la ventana, el sol de nuevo ilumina el mundo en todo su esplendor, vuelve el color, el volumen, la forma. En lo alto veo un gran pájaro blanco, justo antes de que se cruce con el sol, a pesar de la distancia intuyo que es un cisne, un gran cisne blanco. Sigo su vuelo con la mirada y al cruzarse con el sol me deslumbra, espero verlo aparecer de nuevo, pero se ha desvanecido en la luz, en el sol, de donde salió y a donde necesariamente debía retornar.



A.M.B.
Febrero de 2013
      
      

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