domingo, 3 de marzo de 2013

El no de las mujeres





El no de las mujeres









“(…) Y, como peleara cual si no
me quisiera vencer, vencida fue,
sin disgusto entregándose ella misma.”

         Nunca olvidaría el día en que leyó por primera vez esos versos que le llegaron en forma de eco desde la antigüedad. El poeta había lanzado un mensaje en una botella que tras navegar a la deriva por los mares del tiempo durante dos mil años, naufragó en las orillas de su alma. Se dispuso a partir de aquel día encontrar a su Corina, tarea a la que se dedicó bajo la estrecha tutela de los susurros de su maestro.

         Y así empezó, cada vez que veía una mujer hermosa creía que podía tratarse de ella, la cortejaba, intimaba, y creía haberla hallado, pero pronto veía otra que le atraía más, y entonces ardía en deseos por poseerla. Deseos que eran superiores a su voluntad y se dejaba llevar por ellos; no podía tratase de Corina, si era otra el objeto de su deseo, solo a través del deseo es posible llegar a lo deseado.

         Con el tiempo vio que Corina eran todas. Todas la mujeres hermosas, vivas y muertas, incluso las que estaban por nacer. Le gustaban las de cabello oscuro, pasionales y misteriosas como la noche. Las pelirrojas que cubrían su sexo de un abrigo del color de la pasión. Las rubias con pinta angelical que al contacto de sus caricias se volvían diablas. Las de piel blanca como la luna, las de piel dorada, las de piel acaramelada, las de piel como el chocolate y las que parecían talladas en ébano. Las de mirada profunda, inteligente, distraída, penetrante, soñadora, brillante. Las altas y las bajas, las de senos pequeños como guisantes, y las curvadas como la s.

         Todas eran diferentes, olían diferente, sus besos sabían diferentes, en el lienzo de sus caras, durante el clímax, se dibujaban escenas de policromías absolutamente dispares. Cada orgasmo componía una sinfonía única e irrepetible, a veces silenciosa como la mar en calma y a veces impetuosa como una tormenta. Al entrar en ellas algunas le apretaban firmemente, otras le invitaban húmedas y calientes, otras se sentían como flores de algodón. Las había que se incendiaban como graneros de paja seca, y las había que ardían lenta pero continuamente como leños de encina.

         Él las fue amando una a una, a todas las que fue conociendo, y por un tiempo esto dio sentido a su vida, todo lo demás fue secundario. Se convirtió en un verdadero maestro de la seducción, y aunque en un principió todas decían no, al final lograba conquistarlas. Él no se dejaba engañar, y recordaba los versos del poeta:

“Quizás en un principio luchará
y te dirá malvado. Sin embargo
mientras lucha ella quiere ser vencida.”

         Fue pasando el tiempo y poco a poco entendió que nunca podría llegar hasta ella. A lo largo de su odisea a través de las aguas del más carnal hedonismo, una aplastante realidad se fue desvelando ante sus ojos, lentamente, de forma sensual y terrible a la vez; todas no era lo mismo que Una.

         Perdió la ilusión, las ganas de salir de la cama. Vivía sumido en la más pura y repugnante apatía, todo le resultaba insulso, monótono, homogéneo. Dejaba que los días transcurriesen como por inercia, alejado del mundo, de la sociedad, de los hombres, de las mujeres. Su deseo era dormirse y no despertar más, que se acabase ya tan anodina existencia. Lo deseaba con fervor, pero no el suficiente como para conscientemente acabar con todo. En una de esas noches en que se durmió con la esperanza del no mañana, la soñó. Desde el momento en que la vio tuvo la certeza de que era ella. Al despertar tuvo sensaciones contradictorias, entre las que predominó una inmensa alegría. Por fin la había encontrado, ¡existía! La había visto, olido, tocado, hablado; era ella sin lugar a dudas. Algo cambió en su interior, siguió viviendo alejado del mundo, sabía que no era ahí donde ella habitaba, pero su existencia había recobrado el peso y la ilusión de antaño.

         Empezó a vivir más en aquel mundo que en este, casi no se relacionaba con las personas. Se fue a vivir al campo, a una casa abandonada en una dehesa. Los inviernos eran duros y los pasaba pegado a la lumbre mirando el fuego, y cada curva que en éste se formaba le recordaba a una facción de ella. En verano se daba largos paseos, y de vez en cuando se desnudaba y se tumbaba en el césped, entre las flores, bajo el sol, a plena luz del día; y le hacía el amor ante los ojos del mundo.

         Un día encontró en la casa un cuaderno y un bolígrafo, estaban cubiertos de polvo y el papel había adquirido un tinte amarillento enverdecido en los contornos por el moho. Habían sido olvidados, no había cabida para ellos el mundo. O tal vez le habían estado esperando, para que él los devolviese a la vida. Tal vez existían muchas casas abandonadas, con cuadernos y bolígrafos olvidados en viejos cajones, y mucha gente como él predestinada a encontrarlos y devolverles la vida; no lo sabía, no lo podía saber. Lo único que sabía era la imperiosa necesidad que ardía en su interior por escribir, por escribir sobre ella.
              
         Empezó a escribir, sin pensar en lo que escribía, de forma mecánica, natural, instintiva. Y esto fue lo que escribió:

         “Nunca olvidaré la primera vez que la vi. Paseaba por la gran avenida, llevaba una falda de volantes por las rodillas y una camiseta de tirantes suelta, que se había posado sobre su busto de forma desenfada pero sumamente elegante. Andaba con decisión pero sin prisa, con la cabeza alzada, mirándole a la vida a los ojos, desafiante pero humilde a la vez, con fuerza y con dulzura, sin miedo. Desde la distancia tuve la absoluta certeza de que era ella.

                Sentí una gran emoción pero supe que debía mantener la calma,  la excitación nunca fue buena aliada del cortejo. Me acerqué a ella ofreciéndole la mejor de mis sonrisas, abierta y pura, con un toque de picardía.

                -Hola, soy Juan, te importa que camine contigo.

                -Pero si venías de la dirección opuesta.

                -Llevo toda la vida caminando sin rumbo, y ahora por primera vez sé que mi rumbo es exactamente el que tú lleves. ¿Cómo te llamas? – al oír esto, me miró entre divertida y sorprendida; con curiosidad.

                -¿Y esto te funciona normalmente?

                -No lo sé, nunca lo había probado, dímelo tú, y de paso tu nombre.

                -Corina, aunque no me hace mucha gracia que pasees conmigo…

                -Corina, claro, ¿cómo iba a ser de otra manera?- murmuró para sus adentros- no te preocupes Corina, ya te hará gracia, puedo ser muy gracioso cuando me lo propongo.

                Entonces ella me volvió a mirar y su mirada me lo dijo todo, las mujeres siempre dicen no con la boca, es fácil engañar con las palabras, pero no se puede engañar con la mirada. La cosa marchaba.

                -Tomemos un café Corina.

                -Es que voy con un poco de prisa.

                -Perfecto, es solo un poco, si fuera mucha te daría por perdida, pero por un poco nada más no vamos a dejar pasar esta maravillosa oportunidad de conocernos. Además quien dice un café dice también un trozo de tarta, conozco un lugar cerca de aquí donde tocan música y hacen la mejor tarta de queso de la ciudad. Tienes que probarla, es una maravilla, cremosa pero ligera, fresquísima; te va a encantar – todo lo decía con una naturalidad y honestidad, con un tono que hacía que ella confiase en mí. Accedió con la mirada, negó con la boca.

                -Perfecto, vamos entonces.

                -Pero si te he dicho que no – contestó.

                -Me fío más de tus ojos que de tu boca Corina, y ellos parecen encantados con la idea. Curioso, ya que se come con la boca, no con los ojos. Dime la verdad, en realidad no tienes prisa ninguna. ¿Qué tienes que perder? Un café, si no te diviertes te puedes ir cuando quieras; tienes poco que perder y mucho que ganar.

                Como no podía ser de otra manera al final acabó por ceder. De camino charlamos y reímos, había bajado la guardia, mi primer paso en el ascenso estaba conquistado. Llegamos al café, tocaba un cuarteto de cuerda, dos violines, una viola y un violonchelo. Empezaron tocando jazz, sonaban increíbles. Charlamos más y nos reímos más. Terminó un tema y el violinista, un hombre joven, con un sombrero de cuero que le iba pequeño pero adornaba su grande cabeza con gracia, anunció un cambio de tercio, lo hizo de forma solemne, y el café entero entendió que debía callar. Los músicos se pusieron serios, les cambió el semblante, y se oyeron las primeras notas, inconfundibles, desgarradoras, poderosas; era “La muerte y la doncella”, de Schubert.

                Escuchamos los tres movimientos absolutamente absortos, la tragedia y la belleza dialogaban, se retaban la una a la otra, se entremezclaban, se perseguían, hasta que al final se unían en una sola; maravillosa y terrible a la vez, sublime. En el segundo movimiento, no pude evitar llorar, miré de reojo a Corina y vi que ella también lo hacía. Terminó el tercer movimiento y la ovación fue cerrada y sincera, se respiraba la emoción en el café.

                Salimos y le ofrecí ir a la orilla del río, a una terraza tranquila a beber una botella de vino, era una noche deliciosa, no la podíamos dejar escapar. Por supuesto en un principio se negó pero no me costó mucho convencerla. Nos sentamos a la orilla del río y bebimos una botella de clarete. Hablamos sobre el romanticismo musical, sobre Schubert, Beethoven y Brahms. Corina decía haber sido siempre más del Barroco, de las tres bes, decía quedarse con Bach, pero tras haber oído “La muerte y la doncella” algo había cambiado en ella. Le hablé del concierto para violín de Brahms, no lo conocía, le dije que lo tenía en vinilo en casa, que por qué no íbamos a escucharlo, vivía cerca de ahí. Por supuesto me dijo que era tarde a lo que yo le contesté con los versos del Poeta:

-No es tarde, aún la noche es joven, tarde será cuando llegue la Aurora, no la convoques antes de tiempo, “Ahora es grato yacer entre los tiernos brazos de mi dueña, ahora más que nunca está ella bien unida a mi costado. Ahora también los sueños son tranquilos, fresco el aire, y entona con su leve garganta el pájaro su leve canto transparente. (…) ¡Cuántas veces deseé que la noche no te dejara paso y que en su movimiento, las estrellas no huyeran de tu rostro! 

Aceptó, como no podía ser de otra manera, ya me lo habían dicho sus ojos. En ese momento, por un breve instante, me dejé llevar por la excitación, la noche estaba siendo maravillosa, si la hubiese planeado durante años no hubiera sido más perfecta. Era ella, Corina, hermosa, valiente, graciosa, inteligente, orgullosa, independiente. Por fin la había encontrado.

Llegamos a casa, puse el disco y abrí otra botella de clarete que tenía en la nevera, el vino era fresco y suave, como su sonrisa. Escuchamos el concierto, y en segundo movimiento la miré a los ojos. Acerqué mi cara a la suya, ella fue a decir algo, pero el beso enmudeció al no. Nos besamos tiernamente al principio pero apasionadamente al cabo de poco. Hasta que ella se separó:

-Esto es una locura, ahora sí que me voy, nos acabamos de conocer – dijo su boca – esta es la noche más maravillosa que he vivido nunca – dijeron sus ojos.

Hizo un ademán poco convincente de marcharse, pero yo ya había superado muchos nos a lo largo de la noche, y no iba a dejarme vencer ahora que estaba tan cerca. Quería unirme a ella, abrazarme a su alma, elevarnos y danzar juntos hasta fundirnos en uno solo, así se lo dije. Ella contestó que ni hablar, que todo iba demasiado deprisa, pero no opuso resistencia a que yo le quitase la camiseta. La cogí de la mano y la llevé a la cama. Nos desnudamos y cuando la penetré ella suspiro un callado no. Conforme nos íbamos acercando al clímax, ella lo gritaba con más fuerza, no, no, no, hasta que estalló en un no eterno, que surgió de lo más profundo de su ser. Exhaustos nos abrazamos. 
               
                Entonces pasó lo inimaginable, lo inesperado, lo más trágico que me había pasado jamás. Seguía teniendo la certeza de que era ella, era Corina, la que había buscado tanto tiempo, el pilar sobre el cual había construido mi vida. Pero tan cierto como eso era la aplastante realidad de que la aborrecía, tras haber descargado la tensión sexual, no podía soportar tenerla entre mis brazos, su olor minutos antes tan embriagador ahora me repelía, su piel me parecía demasiado suave, sus senos demasiado perfectos, su pelo demasiado…

            Asustado dejó de escribir, se sentía como si hubiera despertado de un sueño, o de una pesadilla, estaba confundido, perdido, desconcertado. Leyó lo que había escrito, una vez, y una segunda y una tercera, y una cuarta, y una quinta…

Se levantó y se fue al baño, empezó a llenarlo con agua caliente. Cogió de su cuarto un radio casete, buscó una cinta y la rebobinó hasta el principio. Se fue a la cocina y buscó el mejor cuchillo que tenía, cuando lo encontró lo afiló. Entró en el baño y la bañera ya estaba lista, humeante. Se desnudó, dio al play, y se metió en la bañera, cuchillo en mano. Sonaron las primeras notas del cuarteto, exactamente igual que lo habían hecho en su relato, sí era “La muerte y la doncella”.

Con la mirada perdida en el infinito se cortó las muñecas con el cuchillo recién afilado y las introdujo en el agua. Estaba tranquilo, con la mirada aún perdida en el infinito. Notaba como la llama de su vida se iba apagando pero la música seguía, jugando con su alma, emocionándole, pero ajena a lo que él sentía, ajena a esa alma emocionada por ella que se desvanecía. Al llegar al segundo movimiento, en el mismo momento en que había llorado en su relato, lloró, pero esta vez no fue por la emoción que la música le produjo, sino por Schubert, lo entendió. Poco a poco su vida se fue apagando, al ritmo de una pluma que cae desde las alturas a merced del viento, su vida se esfumaba a merced de la música. Hasta que por fin se durmió, cayó en el sueño, del que ya nunca más despertaría.



A.M.B.
Mayo de 2012 
  


            
        
   

No hay comentarios:

Publicar un comentario