viernes, 10 de enero de 2014

Epístola a Pico della Mirandola


Salamanca, Enero de 2014

A.M.B. a Giovanni Pico della Mirandola, salud.

         He pasado una mañana familiarmente extraña, viajando a través del tiempo hasta cinco siglos atrás, y del espacio hasta la ciudad eterna –Roma. Infiltrado entre los eruditos de tu época, he tenido el privilegio de escucharte orar el “Discurso sobre la dignidad del hombre”. Y todo sin moverme de mi escritorio, bañado por una luz gris y fría que tímidamente se filtraba por mi ventana desde la ciudad de Salamanca. Cosas de la lectura.
         Me ha impresionado a sobremanera tu discurso. Tu fina oratoria, tu humilde erudición, tu amor por la sabiduría y tu ideal isoteísta. Por todo ello he decidido escribirte. Haciendo uso del más íntimo de los géneros, la epístola, ese que nos permite compartir el diálogo interno.
         Tu profundo amor por la sabiduría te empujó a destacarte entre tus contemporáneos, a dejar atrás la escolástica, y abrir pasó a la edad moderna. Aunque lo más importante y singular de tu pensamiento es la fusión de todas las tradiciones del saber en busca de una única Verdad, posicionándolo allá donde la potencia se convierte en acto, sacándole brillo a su naturaleza daimónica, concediéndole alas de nuevo, sustrayéndolo del tiempo. Al no ceñirte a una tradición concreta, te alejaste de los dogmas, convirtiéndote en verdadero escéptico, en peregrino incansable que busca la verdad. Lo hiciste desde la humildad que requiere el respeto por la tradición, por todos aquellos grandes hombres que antes que tú se habían planteado tus mismas preguntas, las que nos planteamos todos. Así desterraste las sombras con los luminosos clásicos greco-latinos, recorriste el laberinto de la misteriosa cábala de los hebreos, te diste un baño de luz interior con el erotismo cristiano de San Agustín, y escuchaste la poética palabra revelada de Mahoma.
         He ahí el verdadero humanismo, en el navegar por río del tiempo, por todas las brillantes mentes que nos han precedido, empapándote de su saber. Consiste en escalar la montaña del saber, como escaló Moisés el Monte Sinaí, hasta llegar a la cima, y colocado sobre los hombros de ese inmenso gigante, llamado humanidad, ver un poco más allá. Petrarca lo cantó, Botticelli lo pintó, Miguel Ángel lo esculpió, tú lo oraste. Nosotros le dimos su nombre: Renacimiento.
         ¿Qué no daría por pasar una velada con vosotros en el Palazzo Medici? Las imagino embriagadas: de vino y de poesía, de música y filosofía, de arte. Os imagino redescubriendo a Platón, compartiendo la lectura de viejos manuscritos bizantinos, entusiasmados en el sentido más etimológico de la palabra. ¡Quién pudiera pasear por la Florencia de los Medici!
         Pero alejémonos de tu contexto y volvamos a tu persona, a la verdad que vislumbraste. Silenciemos los nostálgicos entusiasmos para dejar que de nuevo brote tu palabra desde el silencio. Tu filosofía giro en torno al hombre, fue una filosofía antropocéntrica, aunque sólo a nivel espiritual, no físico. Que el hombre es diferente al resto de las especies es algo que viene ya planteándose el saber humano desde la más arcaica antigüedad. Lo hicieron los pitagóricos, occidentalizando oriente con su antropología órfica. Fueron ellos los primeros en occidente en eternizar el alma, en privarla de alas y hacerla descender al mundo, para luego devolvérselas tras la muerte. Platón, siempre influenciado por ellos, indagaría sobre la naturaleza humana en el Protágoras, haciendo uso del mito de Prometeo, que robó el fuego a los dioses para ofrecernos una posibilidad de existencia, convirtiéndonos en seres mortales pero intermedios, con acceso a un instrumento divino; la razón. Aristóteles dividiría el alma en tres: vegetativa, desiderativa y racional. Tú le añadiste un cuarto estado, que nació en Plotino, se expreso en San Agustín, y cantaron los poetas, la unión con Dios. El más perfecto de los estados humanos, expresado mejor que nadie por San Juan de la Cruz:

En una noche escura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
A escuras y segura
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a escuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.

¡Oh noche, que guiaste;
oh noche amable más que el alborada;
oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada, con el Amado transformada!
En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba.
El aire del almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado;
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

            Debió sin duda San Juan de la Cruz haber leído las palabras de tu discurso. Tu solitaria oscuridad del Padre, se transforma en la noche oscura, y se recogiere en el centro de su unidad, en  amado con amada, amada en el amado transformada. ¡Cuánto más claro y cristalino se escucha el canto de las musas a través de la poesía que a través de la filosofía!
         El hombre al nacer es un ser en potencia, y según lo que cultive a lo largo de su vida aspira a diferentes estados de existencia. Está en nuestras manos el ser poco más que una planta, un animal, un ángel, o incluso fundirnos con Dios. Por ello Asclepio nos comparó con Proteo. O Abdala, el sarraceno, con el que comienzas tu discurso, exclamó que no había en el mundo nada más maravilloso que el hombre.  
         El ideal isoteísta tuyo, es pues, parecido al de Aristóteles, la felicidad está en la virtud, y la virtud en la vida contemplativa, en el ejercicio del intelecto. Mas el intelecto del que tú haces apología es diferente al del estagirita, y al del intelectualismo socrático de los diálogos platónicos de juventud. El tuyo es más cercano al del Fedro: ese saber entusiasmado, que es arrastrado por la pasión, dominado por la razón, y elevado por el Amor hasta la Verdad eterna. Es un intelectualismo poético e inspirado por la divina locura. Un intelectualismo que busca esa verdad que aguarda en nuestro interior, paciente, a que redirijamos la mirada hacia Élla, como hizo el de Hipona. Es un intelectualismo que se revela directamente de Dios a su profeta y luego es transmitido hereditariamente a los sabios, a través de la cábala.  
         La dignidad del hombre se sustenta en sus posibilidades. No es algo que venga dado, sino algo a lo que debemos aspirar, cultivándolo con mimo, trabajándolo con humildad, hasta convertirnos en seres intermedios, mortales pero con capacidad de momentaneizar la eternidad.
         Lo irónico es que el resultado de tu discurso -que revistió al hombre de todas sus tradiciones, fusionando el saber de todos los pueblos que conociste- es el David de Miguel Ángel, que desde las alturas de la Piazzale Michelangelo, domina tu Florencia, desnudo ante el cosmos, en perfecta armonía con Él.
         Por tu trabajo, por tu coherencia que te llevó al exilio y hasta ser encarcelado en París, y por tu amor por el hombre y la sabiduría; te confieso mi más profunda admiración y gratitud.
Descansa en paz.

Con amor, siempre con Amor,




  A.M.B.

Enero de 2014  




           
        
        
        
        

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